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Al verse con tanto dinero, Lupita se volvió tan caprichosa, que
incluso se cansó de andar, y decidió invertir su fortuna en viajes para al fin
conseguir volar, como ninguna otra mariquita lo había hecho jamás.
Subió en helicópteros, viajó en avión, y hasta surcando el cielo
en globo a Lupita (que todo se le hacía poco) se la vio. Viajaba Lupita siempre
maquillada con enormes pestañas, y ataviada con largos guantes de seda y un
sombrero tan grande que se la veía a cien pies.
Pero pronto, Lupita empezó a necesitar a alguien con quien poder
compartir todas las maravillas que había visto a lo largo de tanto viaje.
Empezó a imaginar, mientras contemplaba el mundo, como sería la vida con otro
bichito que la susurrara canciones a la orilla del mar o celebrase con ella la
Navidad. Recordaba con tristeza a sus amigas Críspula y Cristeta, con las
cuales se pasaba horas enteras jugando y sobrevolando los arbustos espesos y
radiantes en primavera. O a Serapio y su brillante mirada, posándose sobre sus
pequeñas alas en los días más espléndidos de la florida estación. Y Lupita
sintió de repente una profunda tristeza que con su dinero no podía
arreglar.
Decidió entonces poner sus patitas en tierra para ordenar todas
aquellas ideas. Y vagando de un lado a otro, llegó a un extraño lugar al que se
dirigían muchas mariquitas de su ciudad. La Cueva del Suplicio, como se
llamaba, era un sitio a donde acudían la mayoría de mariquitas que no tenían
nada, para empeñar lo poco que les quedaba y así dárselo a los demás el día de
Navidad.
Viendo a aquellas mariquitas luchar por no perder la sonrisa de
los suyos, con su propio esfuerzo y sin ayuda de los demás, comprendió Lupita
que no eran ellos los pobres y se avergonzó de su codicia y su vanidad.
Decidió en aquel momento Lupita, depositar en aquel lugar todo
su capital, incluidos sus guantes de seda y su gigante sombrero. ¡Quería ser
como las demás!
Lupita había comprendido al fin que, en volar hasta lo más alto,
no se encontraba la felicidad.