Érase una
vez un pequeño ciervo que vivía junto a su familia en el bosque. Era tan bonito
y diminuto que su familia le colmaba continuamente con mimos y atenciones. Pero
el pequeño ciervo no respondía a todo aquel cariño como debía, y en ocasiones era
bastante arisco y caprichoso.
Un día, su
mamá le anunció la llegada de otros familiares que el pequeño ciervo no
conocía, ¡y qué disgusto se llevó! Estaba tan acostumbrado a ser el centro de
atención en su hogar, que la llegada de otras personas, aunque fuesen familia,
le desagradaba completamente y le hacía temer por su bienestar y comodidad.
Una vez
llegó la familia, el pequeño ciervo tuvo la ocasión de conocer a su dulce
prima. ¡Qué simpática y agradable era aquella cervatilla! Tanto, que pronto
comenzó a llevarse todas las atenciones de los demás, incluidas las de sus
padres.
Los celos
por su prima crecieron de manera desmedida en el pequeño y caprichoso ciervo, y
se propuso concienzudamente la forma más adecuada de fastidiarla. De este modo
el ciervo decidió romper el jarrón favorito de su madre y echarle toda la culpa
a su pobre prima.
Mamá se
disgustó mucho, pero su prima, valiente y decidida, decidió cargar con la culpa
de la travesura del pequeño ciervo.
He sido yo
sin querer, querida tía. Lo siento mucho.
Pero su
prima lo había visto todo y sabía muy bien quien había sido el culpable de
aquel desastre. Aun así, no deseaba que le regañasen y que se pusiera triste.
Aquel gesto
tan bonito, hizo que el pequeño ciervo se sintiese muy culpable por lo que
había hecho y por no querer a su familia. Y desde entonces se propuso recuperar
el tiempo perdido y disfrutar del tiempo con los suyos con la mayor de las
sonrisas. El cervatillo comprendió que con amor y alegría, se gana mucho más
que con odio y venganzas.
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